Capítulo 1.
Que fuese un fracasado no era lo que más le molestaba a mi madre de mí. Siempre me decía que había sabido que yo iba a ser corto e imbécil desde el momento en que vio mi cara, recién salido yo, no sin dificultades, de su interior. Así que sabiendo ella que yo era tonto del culo decidió no enviarme a la escuela, para no perder su tiempo y no crearme ningún tipo de trauma al verme incapaz de progresar en el complicado mundo de la educación reglada. Hasta los cinco años no me habló, ya que según su sabia opinión habría sido malgastar su saliva; de los cinco a los doce me enseñó a comunicarme de forma verbal y a partir de los doce de forma escrita, con un sistema inventado (y patentando) por ella, que consistía en realizar lecciones monotemáticas en honor a una letra de forma mensual. Empezando por la A y acabando por la Z. Una vez finalizados los dos años y pico de intensas copias sin sentido, empezaba yo a copiar el diccionario de la Real Academia Española, acabando yo a los 23 años conociendo todas las acepciones de la edición del susodicho de 1983. Creyéndome totalmente formado, decidí abandonar el techo familiar justo después de copiar en mi libreta por quingentésima vez la palabra zuzón. Al comunicarlo a mi familia, no hice caso a las airosas quejas de mi madre diciéndome que no duraría ni dos días en el mundo exterior, ni tampoco presté atención a la grave mirada que me dedicó mi padre, ya que llevaba mirándome igual desde hacía cinco años, momento en que murió y mi madre, laboriosamente y como esposa abnegada que era, lo disecó y sentó en el sofá. Así que cogí mis posesiones más preciadas, es decir, unos calzoncillos, un pantalón que llevaba perteneciendo a mi familia desde que mi abuelo lo sustrajo a un cura en plena Guerra Civil (rumores maliciosos dicen que el cura se los había sacado voluntariamente, aunque como católico romano y apostólico lo niego) y mis ocho kilos de libretas dónde estaba todo mi conocimiento adquirido hasta ese momento. Bajé, con mis cosas enrolladas por una sabana, le di un beso a mi madre, otro a mi padre, escupí el trozo de pellejo que éste dejo en mis labios y partí hacia el mundo exterior.